RUFINO G. BALMORI, LECHERO ENTRE DOS RÍOS
(RECUERDOS EN BLANCO Y NEGRO)
Miguel A. Galguera
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Mi padre colaboró fuertemente a que Nueva York se hiciera grande. Servía a domicilio la leche que los neoyorquinos desayunaban antes de coger sus sandwiches y marchar al trabajo, de nueve a cinco y media y cincuenta dólares semanales, a enriquecerse y hacer de los Estados Unidos una gran nación, la nación más poderosa del globo terráqueo. Una nación que domina militar y económicamente a las demás naciones.

Cierto día de los años ochenta, ojeando un libro de Bukowsky, pudiera ser La senda del perdedor, u otro, porque uno es muy gustoso de tal autor, al leer que él, el escritor genial e irreverente, cuando niño, acompañaba a su padre, que era lechero, por la calles de Nueva York, con su carretón y su yegua, me puse, de pronto, sin saber por qué, a suspirar pucheros de nostalgia. Al final, como siempre, cuando me empacho de añoranza, me dolió el estómago. Tiene razón Luis Mateo Díez, es mejor la melancolía. Causa menos daño y sale más a cuenta.
Me quedé abstraído. Recuerdos de mil cosas que yo no viví me vinieron a la mente. Mi padre, en torno a 1929, durante una buena temporada fue lechero en Nueva York. Vivía en una habitación compartida con su buen amigo Peter Seress, el cual se dedicaba a su mismo oficio: repartir con un caballo y una carreta botellas de leche para los neoyorquinos.
Mi padre y el padre de Bukowsky, casualidades tiene la vida, no sé si al mismo tiempo, fueron colegas.
También me acude mucho a la memoria cuando veo ese póster con los obreros sentados en la viga, casi en el aire, de un rascacielos en construcción. Parece que están en el cielo. Están leyendo el periódico y fumando unos, otros comiendo de la fiambrera y sonriendo al de la cámara. Sí, parecen habitantes del cielo. Me pregunto qué haría de verdad mi padre en Nueva York.
Procedente de México, Rufino Balmori llegó a Nueva York a finales del año 1927. Otra versión familiar afirma que arribó en mayo, mientras Lindbergh cruzaba el Atlántico en avión, por primera vez en la Historia, sin escalas: en mi familia todos somos algo dados a literaturas: bueno es advertirlo casi al principio.
Se pateó más de tres cuartas partes del Bronx repartiendo leche al amanecer. Para un asturiano, manejarse con la leche, no es nada extraordinario, pero irse a repartirla tan lejos, ya no es, como fácilmente se podrá comprender, tan habitual. Nacido en San Roque del Acebal (Llanes) en el año 1898, cuando toda una generación de escritores descubría y se dolía de España, ese año, mientras la patria española perdía sus colonias, vio la luz el aventurero más sedentario de toda la emigración. Lógicamente, no llegó a Nueva York procedente del puerto de Gijón, sino que, dando muchos tumbos, venía desde Ciudad de México, Distrito Federal, y a México llegó desde La Habana de Cuba, así que no te digo más.
Se recuerdan muy bien los viajes de ida; mal los de vuelta. Ulises, gracias a Homero, fue una excepción.
Su amigo y socio de sudadas, Peter Seress, era medio ruso y hablaba el inglés tan desastrosamente mal como mi padre. El castellano, lo chapurreaba aún con más dificultad. Así, sus conversaciones se desarrollaban en todos los idiomas del mundo conocido. Tú, español Riufin, ¿de dónde vienej? De México, ya te dije, Peter. Yo, vengo de Bulgaria, ¿sabes dónde queda eso? Qué voy a saber, qué voy a saber…
Se conocieron, al parecer, en una cola de inmigrantes, tan ilegal uno como el otro. Eran de parecida talla, bajitos ambos, y desastrados, porque ninguno de los dos se veía en sus mejores momentos. Pero juntos se metieron en eso del reparto domiciliario de leche para los yanquis. ¿Tú sabes lo que es una vaca, Peter? Algo sé, Riufin, algo sé. Allá en Bulgaria… ¿Y tú? Yo, decía mi padre, he ordeñado más vacas y segado más prados en Asturias que dólares tiene Rockefeller.
Y era verdad. En la Ería la Pandera de Llanes, mi padre había aprendido a segar y ordeñar antes que a leer, que leía bien. El inglés creo que lo aprendió a medias, y el francés y el búlgaro, y el polaco, y el…
Siempre que tenían tiempo, el búlgaro Peter le pedía que practicaran el castellano. Iban juntos a la Biblioteca Pública que hay en la Cuarenta y dos con la Quinta Avenida. También dice que vieron juntos la primera película hablada, aquella de Al Jolson, El cantor de jazz. Sin embargo, el béisbol le gustó poco, prefería los bolos.
¿Tú sabes que yo soy un poco español como tú, Riufin?
Vamos, vamos, hombre, quita allá. Hasta ahí podíamos llegar. ¿Y eso?
Me llamo Peter Seress, pero en mi tierra era Piotr Céresc. Obviamente me cambié el nombre al ver de cerca la estatua de la Libertad, antes de desembarcar. Pero, lo cierto es que podría llamarme Pedro Cerezo, como mi padre, y mi abuelo, y mi bisabuelo, y mi tatarabuelo, y así hasta llegar a mi más lejano antepasado, aquel que fue expulsado de nuestro país en 1492.
¿Judío? ¿Tú eres judío español?
Tal como lo oyes, Riufin. Sefardí, y a mucha honra. Mi familia se cambió el apellido en Italia, cuando erraban por Europa, luego del favor que le hicieron aquellos Reyes Católicos que Dios maldiga.
(Cuando llego aquí siempre me viene al recuerdo mi admirado y llorado maestro don Elías Canetti, premio Nobel de Literatura, quien, cuando se enfadaba mucho, pero mucho, pese a manejar diez idiomas, juraba en perfecto castellano. Sus antepasados tenían el españolísimo apellido de Cañete. Su madre le decía, ten cuidado con qué judías te juntas, que nosotros somos de buena familia, que venimos de Toledo. Con catorce años, enfrentado a su profesor de geografía, Herr Schoh, en Zurich, sobre si debía decirse Río Desaguadero, como el alumno mantenía, al río argentino, o Desagadero, como mantenía erróneo y tozudo el profesor, y ante la pregunta del anciano sobre cómo lo sabía él, la pronunciación se entiende, respondió muy híspido: Herr Profesor, algo sabré, el español es mi lengua materna).
Cada vez que recuerdo esto de don Elías, siento que se me encoge el estómago. Y si llueve, sollozo. Uno es muy español y muy sentimental. Quizá, en exceso.
Mi padre se quedó de una pieza al saber que Peter era un sefardí, descendiente directo de los expulsados a cuenta de la Inquisición, pero así es la vida, y así hay que tomarla. En Nueva York, con gente de todos los países, razas y religiones, ya nada resultaba extraordinario.
Por cierto, le remachó Peter, mi abuelo decía que sus antepasados vivían en una ciudad que se llamaba Oviedo. ¿Te suena?
A mi padre se le vino a la memoria la primera vez que había estado en Oviedo, capital de Asturias, pocos meses antes de coger el barco para La Habana. Se le quedó mirando fijamente.
Claro que me suena. O sea, Peter, que somos como si dijéramos paisanos.
Así es, querido amigo.
Pues entonces ya no me llames nunca más Riufin, sino Rufino, tu amigo Rufino Balmori.
Okay. Lo intentaré, no sé si podré pronunciarlo bien. Y tú, desde hoy, me puedes llamar Pedro, Pedro Cerezo, paisano.
Y así fue como los dos asturianos, permitiéndonos una licencia histórica y un punto literaria, se juntaron en las aceras de la calle Cuarenta y el Bronx, con el fin de ponerse a repartir leche para los neoyorquinos, aquellos que parecían multimillonarios y al hablar gangueaban.
A las diez y media de la mañana ya habían realizado sus rutas y volvían a los establos de la Cuarenta con el Bronx. Desenganchaban y ponían los caballos en manos de los mozos de cuadra con el fin de que los lavaran y secaran, quedándoles el día entero por delante, hasta las nueve o diez en que habían de acostarse para madrugar a las cuatro de la mañana. Decidieron aprovechar el día para conseguir unos dólares a mayores. Entraron en contacto con dos hermanos italianos que poseían un almacén de frutería. Repartían con otro carretón sacos de manzanas y carbón a las tiendas del barrio. Buena gente, de ley, muy trabajadora, los italianos, decía mi padre. Hablan casi lo mismo que los asturianos.
Chao, Riufin. Chao, Peter. ¿Come vai?
Va bene, va bene.
¿Veis? No es tan difícil.
¿Qué ye, hom? ¿Cómo ti va?
El bable oriental, es lo que tiene, que se parece un poco a todos los idiomas del resto del mundo. Esto, para viajar, nadie podrá negármelo, es una gran ventaja.
Yo, hace como dos años o así, en febrero, tropecé en el centro de Dublín, allá por O’Connell Street, hermosa ciudad donde las haya, tiene un río que se llama el Liffey; bueno, pues digo que me tropecé con una rapaza de Villaviciosa, que andaba de camarera en una cafetería de lujo mientras practicaba ese inglés tan dulce de los irlandeses. Falamos un ratín ena nuesa llingua, Pero tú qué faes perequí, Na, ya ves fíu, a praticar un pocoñín el inglés, y tú, Pues yo a conocer todo esto y el Trinity College y Belfast (feísimo) y Coleraine y la Calzada de los Gigantes y eso. Luego, adiós, adiós, talueguín, nos despedimos. A los dos se nos pusieron los güeyos enaguaos, y menos mal que no sonó el Asturias, patria querida en daque radio. Yo, es que es acordarme de Asturias y me hace un cosquilleo así, por dentro, el estómago. Luego, me duele y tengo que beber leche templada para que se me pase.
Teresa, que me conoce bien, allí en medio de Dublín, cerca de la estatua de James Joyce, sonreía.
En 1928, según mi padre, el dólar valía cinco pesetas, un duro. Por ello, los primeros cincuenta dólares que el rapaz Balmori le envió a su padre, el tío Joaquín, valieron cincuenta duros. Antes le había mandado pesos mexicanos y pesos cubanos. Creo que muy pocos, porque nunca tuvo mucha fortuna en su emigración. Pero viajó, con los ojos bien abiertos, conoció mundo. No todos en España pueden decir que colaboraron a engrandecer aún más ese gran país que son los Estados Unidos. Repartiendo leche, pero menos es nada. Todos los oficios son dignos si se ejercitan con dignidad. Si una botella de leche estaba cortada, se la cambiaba sin discutir a la clienta y le daba una en condiciones. Nada de andar con trampas. Creo que Peter hacía lo mismo, y luego, cuando se encontraban en el cruce de la calle Treinta y nueve, bebían una coca cola con hielos. Y se reían.
(Mi padre dice que leía en los periódicos las noticias con las andanzas de Al Capone. Leyó un mal día lo de su detención: por no pagar impuestos. Yo, años más tarde, cuando él ya era viejo, le preguntaba si le había conocido, a don Al Capone, digo. De vista, me respondía, escaqueándose).
(A mí, aquella contestación, de pequeño, me estremecía, seguramente con un cosquilleo de placer).
¿Y a Eliot Ness?
Ése, no me suena.
Un día, en Nueva York, ciudad tan grande e inhóspita para los pobres como alegre y divertida para los pudientes, esa interminable sucesión de desfiladeros, ciudad impredecible, que le decía Scott Fitzgerald, hermoso y maldito, cuando subía a la terraza del Hotel Plaza para ver a gusto su ciudad (¿por qué la vida no será tan ideal como la veía Scottie en sus buenos tiempos, una continua romería?), mi padre se sintió solo, tan lejos de su pueblo. Lloró, poco. Vio el río Hudson y automáticamente le recordó los baños de su infancia en los meses de calor. El río Hudson es grande, enorme, oscuro, feo como una pistola, con gabarras y detritus; el río Purón, pequeño, insignificante, hermoso, frío de nieves, con truchas y xáragos en el Bocal. Pero ambos son ríos que van a la mar. La única diferencia es que uno lleva más agua que otro. Por ambos hemos de sentir respeto.
¿Tendrá truchas el río Hudson?
Los neoyorquinos, ricachones casi todos, febril actividad, luces de neón parpadeantes, prósperos negocios, buen comercio, mejor escaparate, seguían paseando como si allí, a dos pasos de sus narices, no estuviera sufriendo de morriña un asturiano.
Nueva York tiene dos ríos, por lo menos. Dos grandes ríos, sí señor. Dos señores ríos. El Hudson y el East River. También tiene buenos puentes para cruzarlos.
Y Asturias cerca de doscientos. No es por falta de ríos por lo que los asturianos cogemos la maleta y nos echamos al carril.
¡¡Ay, si el camino de vuelta hubiera estado seco!!
Peter, el judío sefardí, tenía olfato y alma de comerciante. Se conoce que lo traía de raza. En una de ésas, dejó aquello de ser lechero. Pasó a meterse en pequeños bisnes en cuanto pudo. Mi padre, cuando se cansó de repartir leche por los portales del Bronx, trabajó en las obras del metro, pero aquello sí que era un oficio duro, pero duro de verdad. Ni tres meses aguantó. Seguían compartiendo la pieza junto a la Central Lechera de los polacos. Se veían menos. Sólo por las noches, y los domingos que, melancólicos y poco gastizos, paseaban por la parte alta de Manhattan y bajaban a contemplar de no tan lejos la estatua de la Libertad. Si hacía bueno, se dejaban caer en el ferry hasta el arenal de Coney Island, al otro lado del East River. Peter iba para rico, para próspero inversor, eso se veía de sobra, mi padre se quedaría en aventurero y pobre. La economía estadounidense caminaba cada día mejor. A finales de la década de los veinte, todos los neoyorquinos parecían ricos. Un automóvil Ford T valía trescientos dólares, según opinión de mi padre, una miseria.
Las fiestas y el desmadre que se traían los yanquis de posibles eran de órdago. Aquello iba imparable a más. Un día, invirtiendo en la Bolsa, tenías cien dólares y a la semana siguiente ya podías contar tres mil, que no te cabían en el bolsillo. Los porteros eran millonarios. Seguro que en esta ciudad tan grande, llena de rascacielos, tiene que haber un asturiano rico.
¿Habrá Centro Asturiano en Nueva York?
Un martes 29 de octubre de 1929, mi padre se citó con su amigo Peter Cerezo para comer juntos comida kosher y charlar entre bisnes y bisnes del judío, y entre nada y nada del asturiano. El centro de Nueva York estaba muy agitado. Se veía gente llorando, tirándose de los pelos y dándose cabezadas contra las farolas. Ellos iban charlando y haciendo planes de vida por Wall Street.
Creo que voy a abrir una tienda en Brooklyn, Rufino. Un bazar como el que teníamos allá en mi tierra. Es el futuro. Tengo mil quinientos dólares ahorrados y los voy a invertir a medias con un socio. Nos vamos a hacer de oro.
¿No tendrás, por un casual, tus ahorros invertidos en bolsa, eh, Pedro?
¿Por qué lo dices?
¿No oyes lo que va diciendo la gente?
¿Compramos un periódico?
Vamos allá.
Hubieron de pelearse a brazo partido con los compradores para adquirir el New York Times. Bien claro lo describía. Como Pedro Cerezo no se ponía verde, mi padre supuso que su pequeña fortuna, el judío no la tendría en ningún banco ni menos invertida en la Bolsa de Nueva York. Él, muy alejado de cuanto pudiera ocurrir en el mercado bursátil, los doscientos ochenta y cinco dólares que poseía en la vida los llevaba en el bolsillo.
Fuck. De la que nos hemos librado, paisano. Voy a buscar una sinagoga para dar gracias al Altísimo. ¿Vienes?
Coño, déjate ya de joder con tanta vaina, Peter, que soy católico; malo, pecador y poco practicante, pero católico. Bueno está lo bueno…
Siguieron caminando entre los hombres y mujeres que deambulaban como peleles por Wall Street, que, después de todo, no es más que la calle Muro. Aquel jueves negro, con la mirada en el infinito, mi padre le confesó a su amigo que andaba seriamente pensando en cortar con todo y embarcarse de cocinero en un barco de bandera polaca, donde tenía unos marineros conocidos.
¿De cocinero? Tú estás loco, Riufin. Si no sabes freír ni un huevo.
Aprenderé.
En ello iban, charlando sin meterse con nadie, cuando del cielo cayó un bulto a menos de un metro de distancia. Se quedaron mirando hipnotizados. Un policía, a su lado, oteaba para las acristaladas ventanas de los rascacielos. Caían papelitos de todas las cristaleras. La gente se arremolinó en torno al bulto. Estaba roto, descuadernado, una visión horrible, de esas que no se olvidan en toda una vida. Pero se veía claramente, cuando sonaban las sirenas de la policía, que era un hombre, con su traje negro arrugado, la camisa color almagre y la pajarita puesta del revés, en el cogote.
Mi padre, estupefacto y muy pálido, miró a Pedro Cerezo. Pedro Cerezo, horrorizado y algo lívido, miró a mi padre, y ambos menearon la cabeza.

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